Una selección arbitraria de relatos periodísticos, de ficción y biográficos de un servidor.

jueves, 15 de marzo de 2012

Días de redención

Yo la miraba desde la cama. Impasible. Ella abría las cortinas para que la luz entrara a la habitación; luego abrió la ventana: una brisa suave se coló y meció su cabello. Suspiró. Fue una exhalación de placer.
--Hace frío –dije, sin dejar de mirarla.
Ella dio media vuelta:
--Pensé que seguías durmiendo.
Le hice una seña con la mano (Ven). Y dio un par de pasos hacia mí.
--No –dijo sonriendo.
Caminó hacía el viejo estéreo y buscó una estación de radio:
--No recuerdo la frecuencia –decía mientras daba vueltas al sintonizador.
Después de unos segundos encontró una vieja canción de Charles Aznavour. Y comenzó a bailar. Lento. Sus movimientos eran muy sugestivos, y la bata roja se movía como péndulo.
--¿Te gusta? –preguntó.
Le respondí guiñando un ojo. Se desabrochó la prenda y me permitió mirar sus pechos. Estaban erguidos, retadores. Le pedí que se acercara. Y lo hizo despacio, a forma de tortura. Cuando estaba frente a mí pude notar los vellos erizados de sus brazos.
--¿Tienes frío? –pregunté.
Ella no respondió. Se recostó a mi lado y me pidió que la abrazara.
Mis brazos la rodearon.
--¿Quieres que me quite la bata?
--Sí.
Se sentó sobre mi bajo vientre. Bajó su rostro hasta besarme y yo posé mis manos sobre sus piernas. La acaricié. Levemente. Quería sentir cada centímetro de su piel bronceada. Volvió a suspirar. Luego llevó sus labios hacía mi oído izquierdo y murmuró: Me gusta sentirte cuando tengo frío.
Llevé mi boca hacia sus pechos bamboleantes, y probé de ellos. Aún tenían el sabor salado del sudor; pero ni mis labios ni mi lengua querían dejar de sentirlos. Cada suspiro que dábamos era más rápido que el anterior; ella musitaba palabras inaudibles y yo puse mis manos sobre sus caderas: era mía. Los dos lo sabíamos.
Me estremecía al sentir su respiración sobre mi cara. Nos besábamos, a veces lento, a veces aprisa. Y a veces un hilillo de saliva pendía de sus labios.
--¿Me amas? –preguntó.
Dije que sí al tiempo en que buscaba su mirada. Tenía sus ojos en blanco. Ya los suspiros se habían transformado en gemidos suaves; y su galopar se aceleraba acompasadamente.
--¿Lo puedes sentir?
Sí. Sí podía. Esa humedad tibia muy particular de ella me rodeaba, agudizando mis sentidos al extremo. El placer de aquella entrega parecía no tener límites: cada roce de nuestra piel, cada mirada perdida, cada exhalación, todo cumplía la misión de satisfacer nuestros cuerpos al tiempo de unir nuestras almas.
--Es el amor...
Casi nos fundimos en el abrazo final, en ese instante preciso, casi ensayado, del éxtasis común.
Se recostó a mi lado, dándome la espalda. Yo enredaba mis dedos en su cabello y ella improvisaba canciones de amor. Por unos momentos no hubo palabras, apenas respiraciones pausadas, cansadas. Entonces tomó una de mis manos y la condujo a su vientre:
--¿Me amas? –volvió a preguntar.
--Sí. Te amo.
--Entonces no vayas –dijo, con un tono de preocupación.
--No hay forma de evitarlo --acaricié levemente su vientre--, es algo que se debe hacer, la sangre de mis hermanos lo reclama.
Me senté a la orilla de la cama. Ella se hincó atrás de mí y me abrazó. Sentía claramente el palpitar de su pecho. Y hasta creí que sus latidos aceleraban mi corazón.
--Debo ir, di mi palabra –agregué, aparentando ser duro, intentando darle confianza.
--Ellos son más –dijo, casi gritó.
Me levanté. Quise pedirle que me ayudara a escoger la ropa. Nunca he sido bueno para combinar mi vestimenta. Pero ella estaba de vuelta recostada en la cama, mirándome.
Sus ojos llorosos no cabían en aquel cuerpo de piel bronceada, aún con residuos de sudor (mío y de ella). Sentí la tentación de ir hacia ella, de acariciar sus piernas largas, de besar sus pechos (juguetear sus pezones con mi lengua); pero ya la hora se acercaba.
Me puse lo primero que tomé: un pantalón de mezclilla azul y una camisa negra.
--Ponte tenis –dijo—, por si prefieres correr.
Me puse unas botas piteadas. Me acomodé la funda sobaquera; puse el revólver del lado derecho y la vieja escuadra del izquierdo. Luego me puse la gabardina (también de color negro); pero dudé al escoger el sombrero.
--Llévate el negro –dijo ella—: es como si fueras a un funeral.
Abrí la puerta. Volví la mirada hacia ella, que sollozaba de manera infantil.
--Despídete de mí –le dije.
Ella se levantó de la cama. Caminó aprisa y me dio un fuerte abrazo:
--No, no voy a decir adiós.
Salí. Volví a mirarla, entera, de pie, más alta que yo. Ni su cabello enmarañado, ni los rastros de llanto sobre sus mejillas, ni su boca haciendo pucheros le restaban esa belleza particular.
--Volveré, te lo juro: tú me has dado el mejor pretexto para vivir.
Luego cerré la puerta y su rostro se quedó adentro. Triste.

miércoles, 7 de marzo de 2012

El día que se disfrazó de día cualquiera

La rutina de ser mujer

La mujer tiene una pelota de masa entre sus manos. Estas manos de piel morena, agrietadas por el sol, que tienen dedos chatos, gordos como las manos.
La masa va tomando forma entre las manos de la mujer. Con aplausos que no se escuchan la pelota se va aplanando, aplastando.
La mujer deja la masa sobre un comal, haciendo un movimiento de faena. Parece una luna hepática en una noche sin estrellas.
Sólo entonces la mujer sonríe, dejando ver su escasa dentadura, amarilla también, como esta otra pelota de masa que acaba de tomar.
Es la noche del ocho de marzo. Para esta mujer es una noche cualquiera, como este día que fue como cualquier otro, como esta semana que fue como cualquiera otra, como la vida de la mujer en este país cualquiera.
Por la mañana también parecía un día cualquiera. Quizás por ser martes. Las mujeres parecen estar igual que ayer: una lava los cristales para que luzcan los vestidos y se puedan vender; otra, de falda negra y camisa blanca, con gorro y silbato, intenta controlar el tránsito de vehículos.
Hay mujeres que se amontonan ante las puertas de una primaria, esperando por sus hijos; se revuelven, quisieran sacarse los ojos y aventarlos arriba para mirar más allá de las otras, para encontrar pronto al hijo.
Está otra aquí sentada, tejiendo mientras espera que alguien le pregunte a cuánto la sardina de guamúchiles, la de cacahuate hervido, el montón de camote.
Es un día como cualquier otro en Cuernavaca. No hay nada que indique que hoy es ocho de marzo, Día Internacional de la Mujer. También hoy fueron olvidadas.
Hasta los niños lloran igual que ayer porque sus madres no les quieren comprar el dulce que pidieron ayer. Y que pedirán mañana.
Sólo en el Teatro Morelos hay un ciclo de películas dedicadas a la mujer. La muestra “Cásate y verás” está conformada por trece películas y la entrada es gratuita para todas las mujeres.
Eso es todo.


Por eso las hicimos piedra, pa’ que no les duela nada

En el Monumento a la Madre (que algunos llaman de la Mujer) no hay nadie. Hace tiempo lo olvidaron. Se nota por la basura acumulada, por los jardines descuidados, por los escalones que se caen a pedazos.
Ni siquiera las mujeres que por aquí pasan lo voltean a mirar, quizás porque las transeúntes son jóvenes aún y no son madres.
Arriba la mujer viste falda que le llega hasta debajo de la rodilla, trae un sarape hasta la cadera; con su mano izquierda carga un jarrón de agua. Sus dedos impresionan, son largos y gruesos. Con la mano derecha conduce a una niña de trenzas, que viste igual que su madre pero que sostiene un libro. La mujer sólo tiene una trenza, gruesa y larga como sus dedos de la mano izquierda. Los ojos de las dos están vacíos. Miran, es cierto, pero a la nada. Como si ya no tuvieran nada qué mirar, como si se hubieran cansado de que nadie las miraba y por eso devuelven el favor. La pintura verde que las cubría ha comenzado a desaparecer, dejándoles la cara y el cuello cubiertos con un sudor oxidado, que endurece sus rostros sin expresión.
En el Zócalo hay un par de Hacky masters. Sin playera, la espalda y el pecho tostados, el cabello hecho un desastre. Patean la pelota y hacen piruetas, son los hombres elásticos. Y se detienen cuando pasa una mujer: son los mismos piropos, las mismas miradas lascivas, la misma lengua que sale y escurre unas gotas de saliva.




Aunque sea de mentiritas, pero las dejamos que tomaran la tribuna

Para este día no hubo presupuesto publicitario. Nada. Porque en este día, lejos de felicitarse por ser mujer, ella sale a la calle a pedir, a exigir se le reconozca que como mujer vale lo mismo que el hombre.
Pero aquí nadie vino a exigir.
En la sede del Congreso local, la Comisión de Equidad y Género de la XLIX legislatura instaló el “Parlamento de Mujeres del Estado de Morelos”. Ni un paso atrás, ese es su lema.
El lugar está lleno de mujeres, indígenas la mayoría. Dicen que vinieron de Cuautla y de Zacatepec:
--Nos invitó la diputada
--Cuál diputada
--La psicóloga, nos dijo que viniéramos
--Y a qué vinieron
--A que nos hagan una casa hogar para mujeres golpeadas, es que allá no hay.
La entrevista se interrumpe precipitadamente: bajo un letrero que dice Mesa 2. Desarrollo Económico Sustentable y Medio Ambiente las mujeres se amontonan para recibir su mitad de sándwich con papas a la francesa:
--A ver, por qué no se forman
El murmullo crece. De ser un ligero susurro pasa a ser todo un cuchicheo. Las mujeres ríen a carcajadas y se tapan los dientes con la mano, con el rebozo. Dientes que amenazan caer sobre la mano que les niega su mitad de sándwich:
--A usted ya le di, a usted ya le di
--No, deveritas que no
--A ver, por qué no se forman y les damos
--A mí no me han dado, deveritas que no
Las mujeres sudan, levantan la mano, se amontonan alrededor de la caja llena de sándwich. Aquella que ya le tocó se abalanza ahora sobre el hombre que carga la caja que dice Productos Pascual:
--A mí deme de guayaba
--¡De tamarindo! ¡Yo quiero de tamarindo!
--Como les toque, dice el hombre, si escogen nos vamos a tardar más
Como les toque. Está bien que sea su pinche día pero tampoco se pongan tan exigentes, pinches viejas argüenderas.
Unas horas antes, Cristina Martín Arrieta, representante de diversas organizaciones civiles, había dicho en la tribuna del Congreso: “No queremos celebrar el día de la mujer como el día de la madre; no queremos planchas ni tostadores. Queremos igualdad de oportunidades y nuestros derechos plenos”
A este lugar se entra como Pedro por su casa. Y a la gorra ni quien le corra; el cafecito, el sandwichito, Venga a nos tu reino. En las paredes del Congreso están escritos en letras de oro los nombres de treinta y seis varones, de la universidad estatal, de una divinidad (Ce Acatl Topiltzin Quetzalcóatl) y una general “A los heroicos defensores de Cuautla de 1812”. Sólo tres mujeres merecen estar con ellos: Virginia Fábregas, Gloria Almada y Rosario Aragón.
En la mesa de la Comisión de Equidad y Género están los nombres de Berta Rodríguez Báez, Presidente (sí, Presidente, no Presidenta); Kenia Lugo Delgado, Secretaria; Javier López Sánchez y Maricela Sánchez Cortez, vocales; Xóchitl Corrales Quinares y Luz María Mendoza Cabrera, Secretarias Técnicas.
Delante de esos nombres hay botellas personales de Agua de los Angeles. En el graderío hay un garrafón para cerca de doscientas personas. Qué importa, el Boing (del que les tocó) las habrá satisfecho.
Esperando que lleguen los integrantes de la comisión el cuchicheo sube de volumen. Las mujeres no paran de hablar, ni mientras mastican su sándwich de jamón y queso amarillo. Uno las mira tan entretenidas que no se atreve a interrumpirlas, apenas a mirarlas. Mirarlas nomás.
Con sus carcajadas se sacuden, se retuercen. Hasta su gafete se mueve de un lado a otro, como moyote atado a un hilo. En esos gafetes están sus nombres. Entre el de Esperanza, el de Ramira, el de Jerónima, sobresale el de Pip, una edecán rubia, de ojos verde claro, de piel casi rosa, que apenas habla el español.
La clausura se da una hora después de lo previsto (a lo mejor lo habían olvidado). Las mujeres comienzan a salir, despacio, platicando. Conforme se acercan a la puerta principal, a la calle, a su vida normal, otra mujer les entrega una hoja de papel:
--Amiguita, amiguita, spa, doscientos cincuenta pesos todo, todo, amiguita
--Sí, gracias
--Amiguita, spa, spa, doscientos cincuenta pesos todo el spa…

domingo, 16 de octubre de 2011

Receta para enamorarme de ti

Ingredientes:

Seis gramos de tu aliento tibio,
dos cucharadas de tu mirada,
nueve gotas de rocío,
los once lunares de tu espalda.

Modo de preparar:

Colocamos los ingredientes
en mi corazón lloroso,
y dejamos que se calienten
con el amanecer presuroso.

Modo de servir:

Se unta la golosina
en tus labios discretos,
te tomo por la cintura
para beberla a besos.

domingo, 31 de julio de 2011

La oración de la rana

Le intrigaba a la congregación el que su rabino desapareciera todas las semanas la víspera del sábado. Sospechando que se encontraba en secreto con el Todopoderoso, encargaron a uno de sus miembros que le siguiera.

Y el «espía» comprobó que el rabino se disfrazaba de campesino y atendía a una mujer pagana paralítica, limpiando su cabaña y preparando para ella la comida del sábado.

Cuando el «espía» regresó, la congregación le preguntó: «¿Adónde ha ido el rabino?¿Le has visto ascender al cielo?»

«No», respondió el otro, «ha subido aún más arriba»


De Mello, Anthony. La oración de la rana. Editorial Sal Terrae.

jueves, 21 de julio de 2011

Una crónica

    La primera vez que me pagaron por una crónica escribí sobre la marcha gay en la Ciudad de México. Eran mis tiempos de universitario, cuando hice un llamado para sentar las bases del Periodismo Mágico, y nadie respondió, así que lo tuve que intentar yo solo. Relatos como el que sigue son los primeros ejemplos de este ensayo que terminó por ser un sueño truncado más.

Siempre he tenido problemas con los títulos de mis relatos, periodísticos o de ficción, y con los finales, así que sean misericordiosos a la hora de comentar, porque espero sus comentarios.

Sin más, los dejo que lean…


 


 


 


 

Una crónica para siete colores que unifican


 

    El joven se mira nervioso. Mueve la cabeza de un lado a otro, de arriba abajo. Suspira. Los músculos se miran rígidos, cubiertos por estas ropas fundidas con la piel.

    Camina aprisa, tomando de la mano a otro vestido igual. Los cabellos endurecidos por el gel, las gafas negras en la mano libre. La mirada, la mirada que va de un lado a otro, un tanto sorprendida; y la pregunta, una voz melodiosa, que por momentos empalaga:

    --De dónde saldrán tantos maricones, tú

    Y la sonrisa que abre paso a la carcajada. Apúrate, apúrate que se nos va. Y en este apurarse ya no escuchan los chiflidos de estos vendedores ambulantes, estos hombres que terminarán roncos de tanto chiflar y de tanto gritar piropos.

    

    Mejor lugar para reunirse no pudieron escoger. El Ángel de la Independencia extiende las alas y deja ver sus senos firmes. Entonces es ángela. La duda permanecerá mientras no caiga el velo que cubre la parte baja del cuerpo. Quizás sea todos los sexos al mismo tiempo.

¿Para quién es la corona de olivo que extiende? No es para Porfirio Díaz, el Ángel recuerda bien el número cuarenta y uno. ¿Acaso es para el hombre entre los hombres: el macho mexicano, nacido en medio de la Revolución Mexicana? El Ángel nació un poco antes. ¿Quién merece el máximo honor? ¿La selección mexicana de fútbol? ¿Los líderes políticos? ¿Los sociales? ¿Aquel que logre reunir más gente alrededor del ángel? ¿Sólo uno la merece?

Este día el Ángel no parece ser punto de reunión para una marcha de protesta, de reclamo. Esto parece una fiesta. Es una fiesta. Toda la alegría del mundo parece estar reunida en este punto.


 

Habrá uno que diga, y de verdad lo crea, Yo soy homosexual y no estoy de acuerdo con esta marcha. Dirá que es una exhibición, dirá que estos cuerpos desnudos, estos cuerpos pintados, estos cuerpos disfrazados, estos cuerpos transformados, estos cuerpos son un simple show. Dirá que el resto del año no andan así y que por eso hoy salen así, así nada más, a exhibirse.

Y habrá miles que le respondan, y lo crean como verdad, Así andamos porque, efectivamente, hoy es un día especial. Las mejores ropas, el maquillaje más caro se usan para la mejor ocasión. No todos los días son de gala. Y aquí no viene a exhibirse el cuerpo, aquí se viene a exhibir el orgullo, ese sí, para que vean, se muestra sin pudor alguno, se grita y se siente. Y a eso se viene a esta fiesta.

Y aquel que dice que es una simple marcha, aquel que se ofende, que se quede allá, bien metido en el clóset. Aquí hace falta, es cierto, pero tampoco se le extraña.


 

A la glorieta del Ángel la rodea una valla metálica. Las autoridades dirán que es para protegerlo de posibles pintas. Mentira. Le han puesto esta barrera para impedir que escape y se una a la marcha. Tienen miedo que también grite, y muy fuerte, que exija derechos iguales para todos, sin importar sus diferencias.

Detrás de la victoria alada están los vehículos que participarán en la marcha. Tráileres y camionetas, cada uno con su respectivo equipo de sonido. Ahí están, también, los que vinieron a apoyar a sus hijos, a sus hermanos, a sus padres. Tampoco faltan aquellos que se toman la foto del recuerdo.

Pasada la una de la tarde los vehículos comienzan a moverse. Lentamente van avanzando sobre la avenida, muy adornados con globos y banderas que muestran los colores del arco iris gay. Pero son ellos y ellas quienes atraen la mirada; ese tatuaje justo ahí, donde la espalda deja paso a los malos e inmorales pensamientos. Son esas caderas que se mueven con una especie de furia alegre; esos senos que rebotan en el aire y que obligan a las miradas a hacer bizcos; esas piernas velludas, que se endurecen y se ablandan mientras caminan; esos torsos musculosos, con un par de alas pegadas; esa sonrisa, coqueta, que contagia.

Allá va un tráiler que lleva hombres musculosos. Cubierta la parte más íntima, sólo eso. Hay también un individuo que pretende burlarse del Ejército Zapatista de Liberación Nacional; se ha puesto un pasamontañas y viste como si tratara de imitar al subcomandante Marcos. Y ahí está, moviéndose entre estos hombres musculosos, micrófono en mano. Es el homosexual que la televisión mexicana ha propuesto desde siempre. Un ser que se acobarda ante todo, que se derrite ante la cercanía de aquellos que, por sus músculos, debieran ser los más machos esta tarde. Ahí está ese individuo, mirando a la cámara de televisión, haciendo gestos y movimientos que sólo en él se verán, diciendo, con toda intención, que homosexual es sinónimo de cobardía. Y habrá uno que, indignado, le conteste, No, señor cómico de la televisión, esos que usted llama mariquitas, afeminados, putos, esos mismos, fíjese usted, hace rato que nos están dando lecciones de fortaleza.


 

El que emprende la búsqueda del primer contingente, aquel que va abriendo el paso, la vanguardia, dirán unos, camina rápido. A veces sobre la avenida, a ratos por las banquetas, donde están los que miran y los que apoyan, aunque no marchen. Y donde están, también, los que no lo pueden creer; los que miran y sonríen, los que escuchan perturbados los piropos de estos que marchan muy contentos, no como otros marchistas, que van muy encabronados a exigir cuentas al Gobierno. No, estos vienen hasta bailando de tan felices que son y sí, a veces se les sale uno que otro insulto, y cómo no, si aquellos de allá arriba, allá tan arriba que parece que viven en otro país, no tienen tiempo para estos que marchan muy felices y contentos.


 

Hay un espacio de cien metros donde la marcha se separa. Unos ya van caminando sobre 5 de mayo y los demás apenas vienen junto a la Alameda Central. Así, caminando sin prisa alguna, uno puede escuchar el murmullo de voces: Que sí, que no, que cómo chingados no, que mira, ya volvimos a salir, ay sí, qué bonito vestido, mira, tú, así se viste la Thalía, ay, qué comen los pajaritos, sí, cómo no, ándale, Pinocho, dime más mentiras, ándale, unas poquitas y ya, sí, sí, ¿sí?


 

Sí. Aquel hombre ya presenta rasgos de calvicie. Viste un pantalón de color azul marino y calza zapatos negros; una sudadera vieja, sucia, lo cubre del frío; sobre la espalda carga una mochila, también azul. En su mano izquierda lleva una botella de plástico, con un líquido oscuro, mezcla de alcohol y refresco de cola. Camina al lado de una de ojitos rasgados, que apenas puede caminar con su falda bien ceñida a la cadera, a las piernas, a las pantorrillas. El hombre le habla al oído, está muy alcoholizado, ella lo rechaza, él se da cuenta y comienza a bailar, a caminar de aquí para allá, a punto de caerse, gritando, gritando fuerte, No a la discriminación, no a la discriminación; luego vuelve con ella, se le acerca, la mira de frente, la rodea, la quiere abrazar, y sigue con su baile y con su grito, No a la discriminación...


 

No. Está muchedumbre no está reunida, aquí, frente a Catedral, para encender una hoguera. Hay las miradas libidinosas, es cierto; pero no hay nariz que busca el olor a carne quemada de inmorales, de faltos a la decencia y las buenas costumbres. Hay, también, ocho jóvenes que levantan sus cartulinas, No a la violencia, dicen, Sí a una juventud con valores y principios. Y hay otros que les recomiendan, por su seguridad, que se retiren. Pero estos prefieren quedarse. Uno de ellos creerá que su tatuaje de cruz gamada en el brazo le blanquea la piel; otro pensará que su cadena colgando del cuello, con una suástica, le dará treinta centímetros más a su metro y medio de estatura. Si estos neohitlerianos tuvieran la ocurrencia de ir a alguna convención de juventudes fascistas, no cubrirían los requisitos de la pureza aria. Pero creen que la cabeza rasurada les ha otorgado una superioridad en todos los aspectos, y hacen un llamado a respetar la moral y las buenas costumbres.

Alguien les pide que se retiren. Váyanse, de verdad, a predicar sus valores y sus principios a otra parte. Estos rostros, con el maquillaje escurriendo junto con el sudor, no les van a hacer caso. Ha sido una larga marcha, una vida entera, la que los ha traído aquí. Váyanse ustedes, dejen que estos rostros disfruten de su fiesta, que ya se mira allá, en el escenario, uno de tantos grupos musicales que han venido a amenizar este festejo; ya se miran, allá abajo, tantos más que han venido a disfrutar, también, de esta demostración del orgullo lésbico gay transgénero, bisexual, anexas y conexas.


 

El deseo


 

    Dicen que el viento llegó y preguntó por ella:

    --Me la voy a llevar –dijo, sin que su voz sonara como amenaza. Parecía más una petición que una exigencia.

    Silvia metió su cuerpo, pequeño y frágil, bajo la cama. Juntó su piel bronceada a la tierra oscura y escondió sus ojos claros tras los párpados temblorosos. Ya no tenía ganas de reír, pero tampoco debía llorar: allá afuera estaba el viento... y dicen que preguntó por ella:

    ---Ande, dígale que salga, nomás me la voy a llevar.

    Ni los más viejos advirtieron su llegada. El viento salió de entre los árboles desnudos y luego se vistió con polvo y hojas secas para presentarse ante ella:

    --No quiero entrar a la fuerza, dígale que salga.

    Ella, al fin, emite una oración dolorosa, suplicante e inútil:

    --Padre, ¡ayúdeme!

    El hombre ya está viejo, ya está cansado. Pasó muchos años de su vida haciendo hoyos en la tierra, usando sus manos como palas. Apenas sostiene el machete:

    --No, mi'ja, hoy ya no puedo.

    Ella deja escapar una lágrima. Pero resiste al llanto fútil, vano, estéril:

    --¿Y Joaquín? Él sí puede, ¡háblele!

    Pero Joaquín está lejos, rascando, también, la tierra. Y, además, si alguien le contara no creería que el viento se quiere llevar a su esposa:

    --¿A ella? Ya pa' qué, si hartos chamacos que ya tuvo.

    Y al viento se le acaba la paciencia. Muestra un poco de enfado y, sin embargo, entra sigilosamente a la casa. Levanta la cama y la lanza contra el muro contrario. Luego sostiene a Silvia, la mira, la abraza, la envuelve. Y ella no tiene fuerza y se deja arrastrar sin saber adónde.

    Y quizás Joaquín logrará ver a Silvia dentro del remolino, y entonces, sólo entonces, entenderá que alguien (o algo) poseído por el deseo no se preocupa por el aspecto o los pensamientos de los demás, y menos le interesa si para lograr su anhelo ha de arrasar con una familia, con una casa, con un pueblo.


 

Noviembre, 2001.