Una selección arbitraria de relatos periodísticos, de ficción y biográficos de un servidor.

jueves, 15 de marzo de 2012

Días de redención

Yo la miraba desde la cama. Impasible. Ella abría las cortinas para que la luz entrara a la habitación; luego abrió la ventana: una brisa suave se coló y meció su cabello. Suspiró. Fue una exhalación de placer.
--Hace frío –dije, sin dejar de mirarla.
Ella dio media vuelta:
--Pensé que seguías durmiendo.
Le hice una seña con la mano (Ven). Y dio un par de pasos hacia mí.
--No –dijo sonriendo.
Caminó hacía el viejo estéreo y buscó una estación de radio:
--No recuerdo la frecuencia –decía mientras daba vueltas al sintonizador.
Después de unos segundos encontró una vieja canción de Charles Aznavour. Y comenzó a bailar. Lento. Sus movimientos eran muy sugestivos, y la bata roja se movía como péndulo.
--¿Te gusta? –preguntó.
Le respondí guiñando un ojo. Se desabrochó la prenda y me permitió mirar sus pechos. Estaban erguidos, retadores. Le pedí que se acercara. Y lo hizo despacio, a forma de tortura. Cuando estaba frente a mí pude notar los vellos erizados de sus brazos.
--¿Tienes frío? –pregunté.
Ella no respondió. Se recostó a mi lado y me pidió que la abrazara.
Mis brazos la rodearon.
--¿Quieres que me quite la bata?
--Sí.
Se sentó sobre mi bajo vientre. Bajó su rostro hasta besarme y yo posé mis manos sobre sus piernas. La acaricié. Levemente. Quería sentir cada centímetro de su piel bronceada. Volvió a suspirar. Luego llevó sus labios hacía mi oído izquierdo y murmuró: Me gusta sentirte cuando tengo frío.
Llevé mi boca hacia sus pechos bamboleantes, y probé de ellos. Aún tenían el sabor salado del sudor; pero ni mis labios ni mi lengua querían dejar de sentirlos. Cada suspiro que dábamos era más rápido que el anterior; ella musitaba palabras inaudibles y yo puse mis manos sobre sus caderas: era mía. Los dos lo sabíamos.
Me estremecía al sentir su respiración sobre mi cara. Nos besábamos, a veces lento, a veces aprisa. Y a veces un hilillo de saliva pendía de sus labios.
--¿Me amas? –preguntó.
Dije que sí al tiempo en que buscaba su mirada. Tenía sus ojos en blanco. Ya los suspiros se habían transformado en gemidos suaves; y su galopar se aceleraba acompasadamente.
--¿Lo puedes sentir?
Sí. Sí podía. Esa humedad tibia muy particular de ella me rodeaba, agudizando mis sentidos al extremo. El placer de aquella entrega parecía no tener límites: cada roce de nuestra piel, cada mirada perdida, cada exhalación, todo cumplía la misión de satisfacer nuestros cuerpos al tiempo de unir nuestras almas.
--Es el amor...
Casi nos fundimos en el abrazo final, en ese instante preciso, casi ensayado, del éxtasis común.
Se recostó a mi lado, dándome la espalda. Yo enredaba mis dedos en su cabello y ella improvisaba canciones de amor. Por unos momentos no hubo palabras, apenas respiraciones pausadas, cansadas. Entonces tomó una de mis manos y la condujo a su vientre:
--¿Me amas? –volvió a preguntar.
--Sí. Te amo.
--Entonces no vayas –dijo, con un tono de preocupación.
--No hay forma de evitarlo --acaricié levemente su vientre--, es algo que se debe hacer, la sangre de mis hermanos lo reclama.
Me senté a la orilla de la cama. Ella se hincó atrás de mí y me abrazó. Sentía claramente el palpitar de su pecho. Y hasta creí que sus latidos aceleraban mi corazón.
--Debo ir, di mi palabra –agregué, aparentando ser duro, intentando darle confianza.
--Ellos son más –dijo, casi gritó.
Me levanté. Quise pedirle que me ayudara a escoger la ropa. Nunca he sido bueno para combinar mi vestimenta. Pero ella estaba de vuelta recostada en la cama, mirándome.
Sus ojos llorosos no cabían en aquel cuerpo de piel bronceada, aún con residuos de sudor (mío y de ella). Sentí la tentación de ir hacia ella, de acariciar sus piernas largas, de besar sus pechos (juguetear sus pezones con mi lengua); pero ya la hora se acercaba.
Me puse lo primero que tomé: un pantalón de mezclilla azul y una camisa negra.
--Ponte tenis –dijo—, por si prefieres correr.
Me puse unas botas piteadas. Me acomodé la funda sobaquera; puse el revólver del lado derecho y la vieja escuadra del izquierdo. Luego me puse la gabardina (también de color negro); pero dudé al escoger el sombrero.
--Llévate el negro –dijo ella—: es como si fueras a un funeral.
Abrí la puerta. Volví la mirada hacia ella, que sollozaba de manera infantil.
--Despídete de mí –le dije.
Ella se levantó de la cama. Caminó aprisa y me dio un fuerte abrazo:
--No, no voy a decir adiós.
Salí. Volví a mirarla, entera, de pie, más alta que yo. Ni su cabello enmarañado, ni los rastros de llanto sobre sus mejillas, ni su boca haciendo pucheros le restaban esa belleza particular.
--Volveré, te lo juro: tú me has dado el mejor pretexto para vivir.
Luego cerré la puerta y su rostro se quedó adentro. Triste.

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