Dicen que el viento llegó y preguntó por ella:
--Me la voy a llevar –dijo, sin que su voz sonara como amenaza. Parecía más una petición que una exigencia.
Silvia metió su cuerpo, pequeño y frágil, bajo la cama. Juntó su piel bronceada a la tierra oscura y escondió sus ojos claros tras los párpados temblorosos. Ya no tenía ganas de reír, pero tampoco debía llorar: allá afuera estaba el viento... y dicen que preguntó por ella:
---Ande, dígale que salga, nomás me la voy a llevar.
Ni los más viejos advirtieron su llegada. El viento salió de entre los árboles desnudos y luego se vistió con polvo y hojas secas para presentarse ante ella:
--No quiero entrar a la fuerza, dígale que salga.
Ella, al fin, emite una oración dolorosa, suplicante e inútil:
--Padre, ¡ayúdeme!
El hombre ya está viejo, ya está cansado. Pasó muchos años de su vida haciendo hoyos en la tierra, usando sus manos como palas. Apenas sostiene el machete:
--No, mi'ja, hoy ya no puedo.
Ella deja escapar una lágrima. Pero resiste al llanto fútil, vano, estéril:
--¿Y Joaquín? Él sí puede, ¡háblele!
Pero Joaquín está lejos, rascando, también, la tierra. Y, además, si alguien le contara no creería que el viento se quiere llevar a su esposa:
--¿A ella? Ya pa' qué, si hartos chamacos que ya tuvo.
Y al viento se le acaba la paciencia. Muestra un poco de enfado y, sin embargo, entra sigilosamente a la casa. Levanta la cama y la lanza contra el muro contrario. Luego sostiene a Silvia, la mira, la abraza, la envuelve. Y ella no tiene fuerza y se deja arrastrar sin saber adónde.
Y quizás Joaquín logrará ver a Silvia dentro del remolino, y entonces, sólo entonces, entenderá que alguien (o algo) poseído por el deseo no se preocupa por el aspecto o los pensamientos de los demás, y menos le interesa si para lograr su anhelo ha de arrasar con una familia, con una casa, con un pueblo.
Noviembre, 2001.
Me encantó. Breve, intenso.
ResponderEliminarMuy bueno, felicidades.
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