Yo la miraba desde la cama. Impasible. Ella abría las cortinas para que la luz entrara a la habitación; luego abrió la ventana: una brisa suave se coló y meció su cabello. Suspiró. Fue una exhalación de placer.
--Hace frío –dije, sin dejar de mirarla.
Ella dio media vuelta:
--Pensé que seguías durmiendo.
Le hice una seña con la mano (Ven). Y dio un par de pasos hacia mí.
--No –dijo sonriendo.
Caminó hacía el viejo estéreo y buscó una estación de radio:
--No recuerdo la frecuencia –decía mientras daba vueltas al sintonizador.
Después de unos segundos encontró una vieja canción de Charles Aznavour. Y comenzó a bailar. Lento. Sus movimientos eran muy sugestivos, y la bata roja se movía como péndulo.
--¿Te gusta? –preguntó.
Le respondí guiñando un ojo. Se desabrochó la prenda y me permitió mirar sus pechos. Estaban erguidos, retadores. Le pedí que se acercara. Y lo hizo despacio, a forma de tortura. Cuando estaba frente a mí pude notar los vellos erizados de sus brazos.
--¿Tienes frío? –pregunté.
Ella no respondió. Se recostó a mi lado y me pidió que la abrazara.
Mis brazos la rodearon.
--¿Quieres que me quite la bata?
--Sí.
Se sentó sobre mi bajo vientre. Bajó su rostro hasta besarme y yo posé mis manos sobre sus piernas. La acaricié. Levemente. Quería sentir cada centímetro de su piel bronceada. Volvió a suspirar. Luego llevó sus labios hacía mi oído izquierdo y murmuró: Me gusta sentirte cuando tengo frío.
Llevé mi boca hacia sus pechos bamboleantes, y probé de ellos. Aún tenían el sabor salado del sudor; pero ni mis labios ni mi lengua querían dejar de sentirlos. Cada suspiro que dábamos era más rápido que el anterior; ella musitaba palabras inaudibles y yo puse mis manos sobre sus caderas: era mía. Los dos lo sabíamos.
Me estremecía al sentir su respiración sobre mi cara. Nos besábamos, a veces lento, a veces aprisa. Y a veces un hilillo de saliva pendía de sus labios.
--¿Me amas? –preguntó.
Dije que sí al tiempo en que buscaba su mirada. Tenía sus ojos en blanco. Ya los suspiros se habían transformado en gemidos suaves; y su galopar se aceleraba acompasadamente.
--¿Lo puedes sentir?
Sí. Sí podía. Esa humedad tibia muy particular de ella me rodeaba, agudizando mis sentidos al extremo. El placer de aquella entrega parecía no tener límites: cada roce de nuestra piel, cada mirada perdida, cada exhalación, todo cumplía la misión de satisfacer nuestros cuerpos al tiempo de unir nuestras almas.
--Es el amor...
Casi nos fundimos en el abrazo final, en ese instante preciso, casi ensayado, del éxtasis común.
Se recostó a mi lado, dándome la espalda. Yo enredaba mis dedos en su cabello y ella improvisaba canciones de amor. Por unos momentos no hubo palabras, apenas respiraciones pausadas, cansadas. Entonces tomó una de mis manos y la condujo a su vientre:
--¿Me amas? –volvió a preguntar.
--Sí. Te amo.
--Entonces no vayas –dijo, con un tono de preocupación.
--No hay forma de evitarlo --acaricié levemente su vientre--, es algo que se debe hacer, la sangre de mis hermanos lo reclama.
Me senté a la orilla de la cama. Ella se hincó atrás de mí y me abrazó. Sentía claramente el palpitar de su pecho. Y hasta creí que sus latidos aceleraban mi corazón.
--Debo ir, di mi palabra –agregué, aparentando ser duro, intentando darle confianza.
--Ellos son más –dijo, casi gritó.
Me levanté. Quise pedirle que me ayudara a escoger la ropa. Nunca he sido bueno para combinar mi vestimenta. Pero ella estaba de vuelta recostada en la cama, mirándome.
Sus ojos llorosos no cabían en aquel cuerpo de piel bronceada, aún con residuos de sudor (mío y de ella). Sentí la tentación de ir hacia ella, de acariciar sus piernas largas, de besar sus pechos (juguetear sus pezones con mi lengua); pero ya la hora se acercaba.
Me puse lo primero que tomé: un pantalón de mezclilla azul y una camisa negra.
--Ponte tenis –dijo—, por si prefieres correr.
Me puse unas botas piteadas. Me acomodé la funda sobaquera; puse el revólver del lado derecho y la vieja escuadra del izquierdo. Luego me puse la gabardina (también de color negro); pero dudé al escoger el sombrero.
--Llévate el negro –dijo ella—: es como si fueras a un funeral.
Abrí la puerta. Volví la mirada hacia ella, que sollozaba de manera infantil.
--Despídete de mí –le dije.
Ella se levantó de la cama. Caminó aprisa y me dio un fuerte abrazo:
--No, no voy a decir adiós.
Salí. Volví a mirarla, entera, de pie, más alta que yo. Ni su cabello enmarañado, ni los rastros de llanto sobre sus mejillas, ni su boca haciendo pucheros le restaban esa belleza particular.
--Volveré, te lo juro: tú me has dado el mejor pretexto para vivir.
Luego cerré la puerta y su rostro se quedó adentro. Triste.
Una selección arbitraria de relatos periodísticos, de ficción y biográficos de un servidor.
jueves, 15 de marzo de 2012
miércoles, 7 de marzo de 2012
El día que se disfrazó de día cualquiera
La rutina de ser mujer
La mujer tiene una pelota de masa entre sus manos. Estas manos de piel morena, agrietadas por el sol, que tienen dedos chatos, gordos como las manos.
La masa va tomando forma entre las manos de la mujer. Con aplausos que no se escuchan la pelota se va aplanando, aplastando.
La mujer deja la masa sobre un comal, haciendo un movimiento de faena. Parece una luna hepática en una noche sin estrellas.
Sólo entonces la mujer sonríe, dejando ver su escasa dentadura, amarilla también, como esta otra pelota de masa que acaba de tomar.
Es la noche del ocho de marzo. Para esta mujer es una noche cualquiera, como este día que fue como cualquier otro, como esta semana que fue como cualquiera otra, como la vida de la mujer en este país cualquiera.
Por la mañana también parecía un día cualquiera. Quizás por ser martes. Las mujeres parecen estar igual que ayer: una lava los cristales para que luzcan los vestidos y se puedan vender; otra, de falda negra y camisa blanca, con gorro y silbato, intenta controlar el tránsito de vehículos.
Hay mujeres que se amontonan ante las puertas de una primaria, esperando por sus hijos; se revuelven, quisieran sacarse los ojos y aventarlos arriba para mirar más allá de las otras, para encontrar pronto al hijo.
Está otra aquí sentada, tejiendo mientras espera que alguien le pregunte a cuánto la sardina de guamúchiles, la de cacahuate hervido, el montón de camote.
Es un día como cualquier otro en Cuernavaca. No hay nada que indique que hoy es ocho de marzo, Día Internacional de la Mujer. También hoy fueron olvidadas.
Hasta los niños lloran igual que ayer porque sus madres no les quieren comprar el dulce que pidieron ayer. Y que pedirán mañana.
Sólo en el Teatro Morelos hay un ciclo de películas dedicadas a la mujer. La muestra “Cásate y verás” está conformada por trece películas y la entrada es gratuita para todas las mujeres.
Eso es todo.
Por eso las hicimos piedra, pa’ que no les duela nada
En el Monumento a la Madre (que algunos llaman de la Mujer) no hay nadie. Hace tiempo lo olvidaron. Se nota por la basura acumulada, por los jardines descuidados, por los escalones que se caen a pedazos.
Ni siquiera las mujeres que por aquí pasan lo voltean a mirar, quizás porque las transeúntes son jóvenes aún y no son madres.
Arriba la mujer viste falda que le llega hasta debajo de la rodilla, trae un sarape hasta la cadera; con su mano izquierda carga un jarrón de agua. Sus dedos impresionan, son largos y gruesos. Con la mano derecha conduce a una niña de trenzas, que viste igual que su madre pero que sostiene un libro. La mujer sólo tiene una trenza, gruesa y larga como sus dedos de la mano izquierda. Los ojos de las dos están vacíos. Miran, es cierto, pero a la nada. Como si ya no tuvieran nada qué mirar, como si se hubieran cansado de que nadie las miraba y por eso devuelven el favor. La pintura verde que las cubría ha comenzado a desaparecer, dejándoles la cara y el cuello cubiertos con un sudor oxidado, que endurece sus rostros sin expresión.
En el Zócalo hay un par de Hacky masters. Sin playera, la espalda y el pecho tostados, el cabello hecho un desastre. Patean la pelota y hacen piruetas, son los hombres elásticos. Y se detienen cuando pasa una mujer: son los mismos piropos, las mismas miradas lascivas, la misma lengua que sale y escurre unas gotas de saliva.
Aunque sea de mentiritas, pero las dejamos que tomaran la tribuna
Para este día no hubo presupuesto publicitario. Nada. Porque en este día, lejos de felicitarse por ser mujer, ella sale a la calle a pedir, a exigir se le reconozca que como mujer vale lo mismo que el hombre.
Pero aquí nadie vino a exigir.
En la sede del Congreso local, la Comisión de Equidad y Género de la XLIX legislatura instaló el “Parlamento de Mujeres del Estado de Morelos”. Ni un paso atrás, ese es su lema.
El lugar está lleno de mujeres, indígenas la mayoría. Dicen que vinieron de Cuautla y de Zacatepec:
--Nos invitó la diputada
--Cuál diputada
--La psicóloga, nos dijo que viniéramos
--Y a qué vinieron
--A que nos hagan una casa hogar para mujeres golpeadas, es que allá no hay.
La entrevista se interrumpe precipitadamente: bajo un letrero que dice Mesa 2. Desarrollo Económico Sustentable y Medio Ambiente las mujeres se amontonan para recibir su mitad de sándwich con papas a la francesa:
--A ver, por qué no se forman
El murmullo crece. De ser un ligero susurro pasa a ser todo un cuchicheo. Las mujeres ríen a carcajadas y se tapan los dientes con la mano, con el rebozo. Dientes que amenazan caer sobre la mano que les niega su mitad de sándwich:
--A usted ya le di, a usted ya le di
--No, deveritas que no
--A ver, por qué no se forman y les damos
--A mí no me han dado, deveritas que no
Las mujeres sudan, levantan la mano, se amontonan alrededor de la caja llena de sándwich. Aquella que ya le tocó se abalanza ahora sobre el hombre que carga la caja que dice Productos Pascual:
--A mí deme de guayaba
--¡De tamarindo! ¡Yo quiero de tamarindo!
--Como les toque, dice el hombre, si escogen nos vamos a tardar más
Como les toque. Está bien que sea su pinche día pero tampoco se pongan tan exigentes, pinches viejas argüenderas.
Unas horas antes, Cristina Martín Arrieta, representante de diversas organizaciones civiles, había dicho en la tribuna del Congreso: “No queremos celebrar el día de la mujer como el día de la madre; no queremos planchas ni tostadores. Queremos igualdad de oportunidades y nuestros derechos plenos”
A este lugar se entra como Pedro por su casa. Y a la gorra ni quien le corra; el cafecito, el sandwichito, Venga a nos tu reino. En las paredes del Congreso están escritos en letras de oro los nombres de treinta y seis varones, de la universidad estatal, de una divinidad (Ce Acatl Topiltzin Quetzalcóatl) y una general “A los heroicos defensores de Cuautla de 1812”. Sólo tres mujeres merecen estar con ellos: Virginia Fábregas, Gloria Almada y Rosario Aragón.
En la mesa de la Comisión de Equidad y Género están los nombres de Berta Rodríguez Báez, Presidente (sí, Presidente, no Presidenta); Kenia Lugo Delgado, Secretaria; Javier López Sánchez y Maricela Sánchez Cortez, vocales; Xóchitl Corrales Quinares y Luz María Mendoza Cabrera, Secretarias Técnicas.
Delante de esos nombres hay botellas personales de Agua de los Angeles. En el graderío hay un garrafón para cerca de doscientas personas. Qué importa, el Boing (del que les tocó) las habrá satisfecho.
Esperando que lleguen los integrantes de la comisión el cuchicheo sube de volumen. Las mujeres no paran de hablar, ni mientras mastican su sándwich de jamón y queso amarillo. Uno las mira tan entretenidas que no se atreve a interrumpirlas, apenas a mirarlas. Mirarlas nomás.
Con sus carcajadas se sacuden, se retuercen. Hasta su gafete se mueve de un lado a otro, como moyote atado a un hilo. En esos gafetes están sus nombres. Entre el de Esperanza, el de Ramira, el de Jerónima, sobresale el de Pip, una edecán rubia, de ojos verde claro, de piel casi rosa, que apenas habla el español.
La clausura se da una hora después de lo previsto (a lo mejor lo habían olvidado). Las mujeres comienzan a salir, despacio, platicando. Conforme se acercan a la puerta principal, a la calle, a su vida normal, otra mujer les entrega una hoja de papel:
--Amiguita, amiguita, spa, doscientos cincuenta pesos todo, todo, amiguita
--Sí, gracias
--Amiguita, spa, spa, doscientos cincuenta pesos todo el spa…
La mujer tiene una pelota de masa entre sus manos. Estas manos de piel morena, agrietadas por el sol, que tienen dedos chatos, gordos como las manos.
La masa va tomando forma entre las manos de la mujer. Con aplausos que no se escuchan la pelota se va aplanando, aplastando.
La mujer deja la masa sobre un comal, haciendo un movimiento de faena. Parece una luna hepática en una noche sin estrellas.
Sólo entonces la mujer sonríe, dejando ver su escasa dentadura, amarilla también, como esta otra pelota de masa que acaba de tomar.
Es la noche del ocho de marzo. Para esta mujer es una noche cualquiera, como este día que fue como cualquier otro, como esta semana que fue como cualquiera otra, como la vida de la mujer en este país cualquiera.
Por la mañana también parecía un día cualquiera. Quizás por ser martes. Las mujeres parecen estar igual que ayer: una lava los cristales para que luzcan los vestidos y se puedan vender; otra, de falda negra y camisa blanca, con gorro y silbato, intenta controlar el tránsito de vehículos.
Hay mujeres que se amontonan ante las puertas de una primaria, esperando por sus hijos; se revuelven, quisieran sacarse los ojos y aventarlos arriba para mirar más allá de las otras, para encontrar pronto al hijo.
Está otra aquí sentada, tejiendo mientras espera que alguien le pregunte a cuánto la sardina de guamúchiles, la de cacahuate hervido, el montón de camote.
Es un día como cualquier otro en Cuernavaca. No hay nada que indique que hoy es ocho de marzo, Día Internacional de la Mujer. También hoy fueron olvidadas.
Hasta los niños lloran igual que ayer porque sus madres no les quieren comprar el dulce que pidieron ayer. Y que pedirán mañana.
Sólo en el Teatro Morelos hay un ciclo de películas dedicadas a la mujer. La muestra “Cásate y verás” está conformada por trece películas y la entrada es gratuita para todas las mujeres.
Eso es todo.
Por eso las hicimos piedra, pa’ que no les duela nada
En el Monumento a la Madre (que algunos llaman de la Mujer) no hay nadie. Hace tiempo lo olvidaron. Se nota por la basura acumulada, por los jardines descuidados, por los escalones que se caen a pedazos.
Ni siquiera las mujeres que por aquí pasan lo voltean a mirar, quizás porque las transeúntes son jóvenes aún y no son madres.
Arriba la mujer viste falda que le llega hasta debajo de la rodilla, trae un sarape hasta la cadera; con su mano izquierda carga un jarrón de agua. Sus dedos impresionan, son largos y gruesos. Con la mano derecha conduce a una niña de trenzas, que viste igual que su madre pero que sostiene un libro. La mujer sólo tiene una trenza, gruesa y larga como sus dedos de la mano izquierda. Los ojos de las dos están vacíos. Miran, es cierto, pero a la nada. Como si ya no tuvieran nada qué mirar, como si se hubieran cansado de que nadie las miraba y por eso devuelven el favor. La pintura verde que las cubría ha comenzado a desaparecer, dejándoles la cara y el cuello cubiertos con un sudor oxidado, que endurece sus rostros sin expresión.
En el Zócalo hay un par de Hacky masters. Sin playera, la espalda y el pecho tostados, el cabello hecho un desastre. Patean la pelota y hacen piruetas, son los hombres elásticos. Y se detienen cuando pasa una mujer: son los mismos piropos, las mismas miradas lascivas, la misma lengua que sale y escurre unas gotas de saliva.
Aunque sea de mentiritas, pero las dejamos que tomaran la tribuna
Para este día no hubo presupuesto publicitario. Nada. Porque en este día, lejos de felicitarse por ser mujer, ella sale a la calle a pedir, a exigir se le reconozca que como mujer vale lo mismo que el hombre.
Pero aquí nadie vino a exigir.
En la sede del Congreso local, la Comisión de Equidad y Género de la XLIX legislatura instaló el “Parlamento de Mujeres del Estado de Morelos”. Ni un paso atrás, ese es su lema.
El lugar está lleno de mujeres, indígenas la mayoría. Dicen que vinieron de Cuautla y de Zacatepec:
--Nos invitó la diputada
--Cuál diputada
--La psicóloga, nos dijo que viniéramos
--Y a qué vinieron
--A que nos hagan una casa hogar para mujeres golpeadas, es que allá no hay.
La entrevista se interrumpe precipitadamente: bajo un letrero que dice Mesa 2. Desarrollo Económico Sustentable y Medio Ambiente las mujeres se amontonan para recibir su mitad de sándwich con papas a la francesa:
--A ver, por qué no se forman
El murmullo crece. De ser un ligero susurro pasa a ser todo un cuchicheo. Las mujeres ríen a carcajadas y se tapan los dientes con la mano, con el rebozo. Dientes que amenazan caer sobre la mano que les niega su mitad de sándwich:
--A usted ya le di, a usted ya le di
--No, deveritas que no
--A ver, por qué no se forman y les damos
--A mí no me han dado, deveritas que no
Las mujeres sudan, levantan la mano, se amontonan alrededor de la caja llena de sándwich. Aquella que ya le tocó se abalanza ahora sobre el hombre que carga la caja que dice Productos Pascual:
--A mí deme de guayaba
--¡De tamarindo! ¡Yo quiero de tamarindo!
--Como les toque, dice el hombre, si escogen nos vamos a tardar más
Como les toque. Está bien que sea su pinche día pero tampoco se pongan tan exigentes, pinches viejas argüenderas.
Unas horas antes, Cristina Martín Arrieta, representante de diversas organizaciones civiles, había dicho en la tribuna del Congreso: “No queremos celebrar el día de la mujer como el día de la madre; no queremos planchas ni tostadores. Queremos igualdad de oportunidades y nuestros derechos plenos”
A este lugar se entra como Pedro por su casa. Y a la gorra ni quien le corra; el cafecito, el sandwichito, Venga a nos tu reino. En las paredes del Congreso están escritos en letras de oro los nombres de treinta y seis varones, de la universidad estatal, de una divinidad (Ce Acatl Topiltzin Quetzalcóatl) y una general “A los heroicos defensores de Cuautla de 1812”. Sólo tres mujeres merecen estar con ellos: Virginia Fábregas, Gloria Almada y Rosario Aragón.
En la mesa de la Comisión de Equidad y Género están los nombres de Berta Rodríguez Báez, Presidente (sí, Presidente, no Presidenta); Kenia Lugo Delgado, Secretaria; Javier López Sánchez y Maricela Sánchez Cortez, vocales; Xóchitl Corrales Quinares y Luz María Mendoza Cabrera, Secretarias Técnicas.
Delante de esos nombres hay botellas personales de Agua de los Angeles. En el graderío hay un garrafón para cerca de doscientas personas. Qué importa, el Boing (del que les tocó) las habrá satisfecho.
Esperando que lleguen los integrantes de la comisión el cuchicheo sube de volumen. Las mujeres no paran de hablar, ni mientras mastican su sándwich de jamón y queso amarillo. Uno las mira tan entretenidas que no se atreve a interrumpirlas, apenas a mirarlas. Mirarlas nomás.
Con sus carcajadas se sacuden, se retuercen. Hasta su gafete se mueve de un lado a otro, como moyote atado a un hilo. En esos gafetes están sus nombres. Entre el de Esperanza, el de Ramira, el de Jerónima, sobresale el de Pip, una edecán rubia, de ojos verde claro, de piel casi rosa, que apenas habla el español.
La clausura se da una hora después de lo previsto (a lo mejor lo habían olvidado). Las mujeres comienzan a salir, despacio, platicando. Conforme se acercan a la puerta principal, a la calle, a su vida normal, otra mujer les entrega una hoja de papel:
--Amiguita, amiguita, spa, doscientos cincuenta pesos todo, todo, amiguita
--Sí, gracias
--Amiguita, spa, spa, doscientos cincuenta pesos todo el spa…
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